
Lejos de mí impugnar la copla de Álvarez Gato (“En esta vida prestada /do bien obrar es la llave / aquel que se salva sabe / que el otro no sabe nada”), ni desconocer la más elemental distinción de órdenes o la absoluta superioridad del de la gracia.
No, nada de eso. Todo por Jesús, que diría
el Padre Faber. Sí, así es. Y encantadoramente misteriosa es la última jugada
del tahúr, entonces ya divino, que hasta el postrero instante siguió siendo San
Dimas. Birlador de faltriqueras, supo arrebatarse el cielo y lo pidió y aguanto
el tipo fijo al madero hasta escuchar de los labios del Maestro la invitación
celeste: “Esta tarde estarás conmigo en el Paraíso”. Con el aquinate pido también
yo quod petivit latro penitens, lo que mendigó el penitenciado descuidero,
y también con él aspiro al laurel definitivo, ése ante el que nadie es Napoleón
y que sólo otras manos, las dulces del Redentor, pueden ceñir en mis sienes.
Quede hecho el descargo de cristiano viejo, pues.
Pero si eso es lo principal y el fin que debemos
tener presente en todas nuestras acciones, no por ello podemos olvidar que la
paciencia de Dios, el tiempo que nos queda por vivir, está tramado de acciones
que hemos de elegir y llevar adelante con acierto y por lo mismo de otras
acciones que descartamos por inconvenientes. Acciones y hábitos que nos van
enderezando hacia un lado o hacia otro, que nos predisponen a comprender mejor
y a amar más o por el contrario a fascinarnos y obsesionarnos, amándonos sólo a
nosotros mismos, incapaces de verdadera amistad.
Es cierto que la gracia y los dones del Espíritu
Santo están ahí para recomponer nuestros yerros, para remediar nuestras
equivocadas acciones y para llevarnos del ronzal hasta el buen camino cuando
nos perdemos. Bien que lo sé. Pero no están ahí para absolvernos de nuestra
inclinación a la verdad cotidiana.
No quiero recomendar a nadie una especie de pelagianismo trágico. Lo único que quiero recordar ahora, al lado de lo principal, del gratuito unum necessarium, es la premura por adquirir la virtud, también natural, de la prudencia. Virtud que no sirve, ante todo, para evitarnos disgustos, sino para dirigir nuestra elección de la rectitud práctica, para penetrar a fondo en la verdad de los bienes singulares de esta vida, para lograrlos razonablemente y compartirlos. Para hacer de nuestra vida un eco inteligente de la acción de Dios.
No quiero recomendar a nadie una especie de pelagianismo trágico. Lo único que quiero recordar ahora, al lado de lo principal, del gratuito unum necessarium, es la premura por adquirir la virtud, también natural, de la prudencia. Virtud que no sirve, ante todo, para evitarnos disgustos, sino para dirigir nuestra elección de la rectitud práctica, para penetrar a fondo en la verdad de los bienes singulares de esta vida, para lograrlos razonablemente y compartirlos. Para hacer de nuestra vida un eco inteligente de la acción de Dios.
Decía el P. Tonneau que en muchas ocasiones
preferimos el trato de personas educadas, aunque mundanas, al del recién
convertido que ha recibido la fe y la caridad pero todavía no ha avanzado en
las virtudes naturales de la vida en común, lo cual es un lamentable desorden.
Sin embargo, esa reacción encierra una verdad que tampoco conviene desdeñar.
Dios nos creó seres racionales y sociales. Es muy razonable, pues, que
aspiremos a modular nuestra vida con las virtudes que nos inserten más en la
vida en común, lo mismo que nos hagan poseer más la vida libando su verdad. Y
hoy vemos que muchos, hablando de la fe, corren el riesgo de hacer un cántico tal
de la gracia tumbativa que, implícitamente, suponga el desaliño de la
naturaleza. Como si el actuar con temor y temblor la salvación no conllevara
una observante estima de la naturaleza que nos regaló Dios al crearnos y tan
sólo significara una especie de “sanación” espiritual. En una ocasión,
don Juan Navarrete, primer arzobispo que fue de Hermosillo advirtió a sus
seminaristas: “Es verdad que el sacerdocio imprime carácter al hombre, pero
no le quita lo bruto. Así que tengan mucho cuidado, hijitos”[1].
Lo mismo puede decirse de la efusión de la gracia de la conversión. “El don de la fe –explica Henri Charlier–
no elimina la necedad. El Espíritu
Santo puede dar la sabiduría a un tonto y
el tonto que, aunque se haya convertido ya en sabio y esté
esclarecido para las cosas de Dios, sigue siendo tonto
para las cosas de este mundo, se
convertirá en dueño de sus pasiones pero se abstendrá de querer regular lo que no conoce”[2]. El kerigma
es necesario, pero no reinventa la naturaleza humana ni nos exime de sus leyes.
Ignorar esta realidad produce –entre otras calamidades– el extravagante
fenómeno de la privatización de la fe, de la confusión de los órdenes y de la
pretensión de que los súbitamente “iluminados” pueden gobernar –por esa sublime
condición– hasta las decisiones prudenciales de los tibios. Ese olvido también
explica la inutilidad de las perezosas y patéticas llamadas a la presencia
pública de unos cristianos que, en buena lógica fideísta, ni siquiera ven la
necesidad de establecer conexiones entre su fe y la crianza de su prole y
contemplan con desdén lo que nuestros antiguos consideraban las ramificaciones
de la personalidad cristiana.
Les deseo un venturoso año de gracia de 2013 a
todos ustedes, lleno de corajuda, arriscada y razonable prudencia, no menos que
de los dones del Espíritu Santo.
El brigante
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